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“¿Por Qué el Mundo Está Como Está? 
| Una Verdad Que los Niños Pueden Comprender”
La tarde ca��a lenta sobre el huerto de la Abuela María. El molino de viento giraba despacio, empujado por una brisa suave que parecía traer murmullos de muy, muy lejos. Bajo el árbol de moras negras, como cada atardecer, Tío Agustín se sentó en su banco de madera con la ramita de mora en la boca. A su lado, la Abuela tejía con paciencia, su delantal manchado de la cosecha del día.
Los niños llegaron corriendo. Tomás, Sofía y Mateo traían las mejillas coloradas del juego, pero algo en sus ojos decía que venían con preguntas más grandes que el huerto.
—Tío Agustín —dijo Sofía, aún agitada—, en la escuela la maestra habló de los problemas del mundo. Del agua, del clima, de los animales que desaparecen… ¿de verdad todo eso está pasando?
El viejo levantó la vista al cielo, que ya se empezaba a llenar de estrellas, y suspiró.
—Sí. Está pasando… y ustedes lo van a ver con sus propios ojos. El mundo de ustedes será distinto al que nos tocó a nosotros.
—¿Pero por qué, Tío? —preguntó Mateo— ¿Por qué si hay tantas cosas bonitas, también hay tantas cosas malas?
La Abuela dejó de tejer y miró a los niños con ternura.
Porque, mis niños… la humanidad aún es muy joven. Apenas estamos aprendiendo a vivir juntos sin hacernos daño.
Tío Agustín asintió.
—Miren, si la historia de la Tierra fuera un solo año… nosotros, los humanos, apareceríamos en los últimos minutos del 31 de diciembre. Somos una especie nueva, todavía estamos creciendo. Y como todo niño, cometemos muchos errores.
—¿Errores como pelear? —preguntó Tomás.
—Exactamente —dijo el Tío—. Peleamos por agua, por tierra, por ideas. Pensamos mucho en el yo, y muy poco en el nosotros. Y ese es el verdadero problema: creemos que estamos solos, pero en realidad estamos todos en el mismo barco.
—¿Y qué pasará cuando seamos grandes? —Sofía se sentó más cerca de la Abuela.
—Tendrán que tomar decisiones —dijo ella—. Decidir si quieren seguir por el camino del egoísmo, o caminar juntos, como hermanos. Tendrán que cuidar el agua, la tierra, y también cuidarse entre ustedes.
—Pero nosotros somos niños… —dijo Mateo con un poco de miedo.
—Y eso es lo más hermoso —respondió Tío Agustín—. Porque los niños pueden cambiar el mundo. No están llenos de ideas fijas ni de miedo. Ustedes pueden aprender a compartir, a escuchar, a pensar en los demás.
—¿Y si nadie más quiere cambiar? —preguntó Tomás.
El molino giró suavemente, como si respondiera con su canto metálico.
—Entonces ustedes serán como ese molino —dijo el Tío—. Aunque el mundo no cambie de inmediato, ustedes seguirán girando, trayendo agua a la tierra, refrescando corazones. Uno por uno. Como la brisa que empieza leve, y un día se convierte en viento que lo cambia todo.
La Abuela sonrió.
—Los problemas del mundo no se resuelven solo con tecnología ni con fuerza. Se resuelven con conciencia y con amor. Y la conciencia empieza cuando dejamos de pensar en “yo” y empezamos a pensar en “nosotros”.
Los niños guardaron silencio.
El cielo se estaba cubriendo de estrellas.
Y en ese instante, bajo el árbol de moras negras, entendieron que no eran pequeños.
Eran parte de algo más grande.
Eran la semilla del “nuevo nosotros”.
Hallan un Cofre Enterrado en el Huerto.
Lo Que Encuentran Adentro es Increíble 

El molino de viento giraba lentamente bajo la brisa de la tarde. Como cada día, los niños se reunían bajo el gran árbol de moras, esperando las historias de Tío Agustín y La Abuela. Pero aquella tarde, en vez de empezar con un cuento, Tío Agustín llegó con la pala al hombro y la ropa cubierta de tierra.
—¡Hoy no les contaré una historia—porque vamos a vivir una! —anunció con una sonrisa misteriosa.
Los niños se miraron intrigados.
—¿Qué pasó, Tío? —preguntó Juanito, el más curioso del grupo.
—Bueno, pues resulta que esta mañana, mientras ayudaba a la Abuela en el huerto, mi pala chocó contra algo duro bajo la tierra. Escarbé un poco y, ¿adivinen qué encontré?
—¿Un hueso de dinosaurio? —dijo Mariana, con los ojos brillando de emoción.
—¡No, un cofre antiguo! —respondió Tío Agustín.
Los niños soltaron una exclamación de asombro, y La Abuela intervino con una risita.
—Hace muchos años, cuando yo era niña, escuché a mi abuelo hablar de un cofre que alguien enterró aquí, en nuestro huerto. Pero con el tiempo, la historia se perdió… hasta hoy.
Los niños saltaron emocionados.
—¡Vamos a abrirlo! —exclamó Ana.
Tío Agustín los guió hasta el huerto, donde el cofre aún estaba medio enterrado. Era de madera gruesa, con herrajes de hierro cubiertos de óxido. En la tapa, grabadas con un cuchillo, se leían unas palabras casi borradas por el tiempo:
“Para quien sepa el verdadero valor de un tesoro.”
—Esto se pone interesante… —murmuró La Abuela.
Con mucho cuidado, Tío Agustín y los niños quitaron la tierra y levantaron el cofre. Pero cuando intentaron abrirlo…
—¡Está cerrado con llave! —se quejó Carlitos.
—¿Dónde estará la llave? —preguntó Laura, inspeccionando el cofre.
La Abuela se cruzó de brazos, pensativa.
—Recuerdo que mi abuelo mencionaba que “la llave no está en el cofre, sino en la historia.”
—Eso suena a acertijo… —dijo Juanito.
—¡Tal vez la respuesta está en una historia que conocía el bisabuelo! —Mariana aplaudió.
La Abuela sonrió y los reunió a todos bajo el árbol de moras.
—Escuchen bien. Hace mucho tiempo, en esta misma tierra, vivía un hombre muy trabajador. Se llamaba Don Julián, y se decía que escondió algo valioso antes de partir en su último viaje. Algunos pensaron que era oro, otros que eran joyas. Pero él dejó una pista en un viejo papel.
—¿Un papel? —preguntaron los niños a coro.
La Abuela sacó un sobre amarillo del bolsillo de su delantal.
—Este lo encontré hace años entre las cosas de mi abuelo. Nunca supe lo que significaba, hasta ahora.
Con manos temblorosas, abrió el sobre y sacó un papel arrugado con una sola frase escrita:
“Donde el sol da su primer abrazo.”
Los niños se quedaron en silencio, pensando.
—¡La morera! —exclamó Ana de repente.
—¡Claro! Todas las mañanas, los primeros rayos del sol iluminan el tronco de este árbol —confirmó Mariana.
Corrieron hasta la base de la morera y comenzaron a escarbar. Tras unos minutos, Carlitos sintió algo duro bajo sus manos.
—¡Aquí hay algo!
Sacaron un pequeño tarro de barro sellado con cera. Dentro, había una llave de bronce. ¡La llave del cofre!
Con gran emoción, corrieron de vuelta al huerto y la Abuela giró la llave en la cerradura. La tapa rechinó al abrirse, y los niños contuvieron la respiración.
Pero en vez de monedas de oro o joyas, encontraron…
Libros viejos, cartas, un diario y un puñado de semillas envueltas en un paño.
—¿Esto es el tesoro? —preguntó Juanito, desconcertado.
Tío Agustín tomó uno de los libros y lo hojeó con cuidado.
—Miren esto. Es el diario de Don Julián.
La Abuela tomó una de las cartas y la leyó en voz alta:
«Si encuentras este cofre, ya has hallado el verdadero tesoro. Aquí guardo las historias de mi familia, las enseñanzas del campo y las semillas que deben continuar creciendo en esta tierra. La riqueza no está en el oro, sino en lo que podemos compartir con quienes vienen después de nosotros.»
Los niños se quedaron en silencio, asimilando aquellas palabras.
—Este es un tesoro de verdad —dijo La Abuela con una sonrisa—. Porque los recuerdos y las historias valen más que el oro.
Tío Agustín cerró el libro con suavidad.
—¿Y qué vamos a hacer con las semillas? —preguntó Carlitos.
—Plantarlas en el huerto, para que crezcan y alimenten a más generaciones —respondió la Abuela.
Esa tarde, todos ayudaron a sembrar las semillas. Y mientras el molino giraba lentamente con el viento, Tío Agustín miró a los niños con orgullo.
—¿Ven? Hoy no solo escucharon una historia. Ustedes fueron parte de ella.
Los niños sonrieron, sintiendo que aquel día, en el huerto, habían encontrado algo mucho más valioso que un cofre lleno de monedas.
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El Taller del Herrero está en Peligro
¿Qué Hará el Pueblo? | Cuento Infantil con Final Sorprendente
En el pueblo, justo en la esquina de la plaza, había un taller de herrería donde siempre resonaban martillazos contra el yunque. Ahí trabajaba Don Ramón, un hombre fuerte de manos callosas y mirada bondadosa. Su talento para forjar herraduras, rejas y herramientas era reconocido por todos. Pero lo más especial de su taller no eran sus creaciones, sino un viejo reloj de cuerda que colgaba en la pared y marcaba cada hora con un sonido grave y pausado.
Los niños decían que el reloj tenía magia, porque mientras sonaba, Don Ramón nunca se detenía de trabajar. Pero un día, el reloj siguió marcando las horas, pero el herrero ya no estaba en su puesto.
Don Ramón se había enfermado. La tos no lo dejaba en paz y, sin poder trabajar, no tenía dinero para pagar la renta del taller. Si no encontraba una solución pronto, tendría que cerrarlo y marcharse del pueblo.
Tío Agustín supo la noticia una tarde, cuando pasó por el taller y vio la puerta cerrada. Eso nunca había pasado. Preocupado, fue con los niños a la casa del herrero y allí, entre tosidos y suspiros, Don Ramón les contó su problema.
—Sin el taller, no sé qué haré. No tengo fuerzas para volver a empezar en otro lugar —dijo, con tristeza.
Tío Agustín acarició su bigote y miró a los niños con una sonrisa cómplice.
—Pues entonces, no permitiremos que pierdas tu taller —dijo con determinación.
Esa misma tarde, Tío Agustín y los niños idearon un plan. Si Don Ramón no podía trabajar, ellos trabajarían por él.
Primero, organizaron una colecta. Fueron casa por casa, explicando la situación a los vecinos, quienes no dudaron en donar harina, leche, verduras y algo de dinero para ayudar al herrero.
Luego, convencieron a los comerciantes del pueblo para que le encargaran trabajo por adelantado. Don Nicolás, el panadero, pidió nuevas rejillas para su horno; Doña Clara, la costurera, necesitaba una percha para colgar telas, y Don Matías, el granjero, quería unas herraduras para su caballo.
Mientras tanto, los niños limpiaron y organizaron el taller para cuando Don Ramón estuviera mejor. Colocaron cada herramienta en su sitio y hasta le dieron cuerda al viejo reloj, como si quisieran que la magia volviera a su hogar.
Poco a poco, gracias al apoyo del pueblo, Don Ramón se recuperó. Cuando volvió a su taller, encontró todo en su sitio y una lista de encargos esperando por él.
—¡Pero esto es maravilloso! —exclamó emocionado.
Tío Agustín sonrió.
—Un taller no es solo un lugar de trabajo, Don Ramón. Es parte del pueblo, y el pueblo nunca abandona a los suyos.
El herrero, conmovido, limpió sus lentes y miró a todos con gratitud.
Desde entonces, el reloj del taller volvió a sonar con su ritmo pausado y constante, pero ahora, cada vez que marcaba la hora, Don Ramón recordaba que lo más valioso no eran sus herramientas ni su forja… sino la comunidad que lo rodeaba.
La Moraleja de esta historia es: «Cuando una comunidad se une, no hay problema que no puedan resolver juntos.»
Mi Tío Agustín y la Princesa Casilda: Una Historia de Gigantes, Enanos y Amistad 

Bajo la sombra del frondoso ��rbol de moras negras, Mi Tío Agustín se acomodó su sombrero de alas rectas y encendió su cigarro, dejando que una nube de humo flotara en el aire. Sus bigotes amarillentos temblaron cuando esbozó una sonrisa. Los niños, sentados en el pasto, lo miraban con ojos llenos de curiosidad.
«Hoy les contaré algo que ocurrió en un lugar muy, pero muy lejano», empezó. «En una ciudad roja habitaban los gigantes rojos, orgullosos y apasionados. La princesa Casilda, era la joya de su pueblo, siempre vestida de carmesí, con una corona que brillaba como el fuego. Cerca de allí, en una ciudad completamente verde, vivían los gigantes verdes, pacíficos y trabajadores, siempre ocupados cultivando sus campos y adornando sus hogares con esmeraldas de las montañas vecinas.»
El Tío Agustín hizo una pausa, dejando que el humo de su cigarro dibujara círculos en el aire, y continuó.
Aprende a cultivar árboles frutales en maceta.
«Un día, el palacio rojo despertó con un terrible alboroto. Casilda había desaparecido. Los gigantes rojos no dudaron en culpar a los gigantes verdes. ‘¡Ellos la han raptado!’ gritaban furiosos. Y los gigantes verdes, confundidos y ofendidos, negaban una y otra vez. Pero las tensiones crecieron, y parecía que ambos pueblos iban a enfrentarse.»
Los niños contenían el aliento mientras Tío Agustín seguía con su historia. «Pero resulta que la princesa no estaba ni en la ciudad roja ni en la verde. Había sido invitada por los enanos morados, unos personajes diminutos pero muy alegres, que vivían en un valle escondido. Los enanos querían compartir con Casilda su famosa fiesta anual, llena de comida deliciosa y música encantadora. Casilda, fascinada por la hospitalidad de los enanos y enamorada de su comida morada, decidió quedarse más tiempo del planeado.»
Los niños rieron al imaginar a la princesa en una fiesta rodeada de enanos danzantes. Mi Tío Agustín, con una sonrisa pícaramente oculta tras sus bigotes, continuó: «Mientras tanto, los gigantes rojos y verdes, ya cansados de las discusiones, decidieron buscar juntos a Casilda. Cuando finalmente llegaron al valle de los enanos, lo que encontraron los dejó sin palabras. La princesa estaba feliz, con los dedos manchados de jugo de mora y bailando al ritmo de los tambores morados. ‘¿Por qué debería regresar?’ preguntó. ‘¡Aquí la comida es deliciosa, y todos son tan alegres!'»
Tío Agustín dejó escapar una carcajada y dijo: «Al principio, los gigantes se sintieron ofendidos. Pero luego, los enanos les ofrecieron probar su festín. Era imposible resistirse. Pronto, todos estaban bailando y comiendo juntos. Gigantes rojos, verdes y los pequeños enanos morados olvidaron sus diferencias y, desde ese día, celebraron la Fiesta de las Tres Ciudades cada año, donde compartían risas, historias y, claro, la famosa comida morada.»
Apagando su cigarro en la tierra, Tío Agustín concluyó: «Y así, mis pequeños, aprendieron que las diferencias no deben separarnos, sino unirnos. Porque, al final, la vida sabe mejor cuando se comparte.»
Los niños aplaudieron, pidiendo otra historia. Pero el Tío Agustín solo sonrió, poniéndose su sombrero. «Eso será mañana», dijo, dejando que el crepúsculo tiñera el cielo de morado, como la magia de los enanos.
La Historia de Tina la Ardilla y las Consecuencias de la Codicia
La codicia como todas los sentimientos negativos siempre nos hacen cometer muy graves errores. En esta historia, te quiero mostrar un breve ejemplo. Espero que te guste.
En el tranquilo bosque de Robledal, los animales siempre se preparaban para el invierno recolectando comida juntos. Entre ellos vivía Tina, una ardilla conocida por su habilidad para recolectar nueces rápidamente, pero también por su gran defecto: la codicia. Tina solo pensaba en acumular tantas nueces como fuera posible para ella misma, sin considerar las necesidades de los demás.
Mientras el otoño avanzaba, todos los animales del bosque trabajaban arduamente. Rita, la ardilla voladora, compartía sus nueces con los demás, recordando que el trabajo en equipo es la clave para sobrevivir. Omar, el ratón de campo, recolectaba nueces para su numerosa familia, pero siempre dejaba algunas para que otros las encontraran. Paco, el pájaro carpintero, escondía nueces en las grietas de los árboles y compartía con quienes no podían recolectar tanto. Félix, el topo, ayudaba a todos a almacenar sus provisiones en túneles subterráneos seguros.
Tina, por otro lado, estaba decidida a quedarse con todas las nueces que encontraba. Ignoraba a sus amigos cuando le pedían que compartiera y se reía de ellos por no ser tan «previsores». Guardaba cada nuez en un escondite secreto, convencida de que mientras más nueces tuviera, más segura estaría durante el invierno.
El invierno llegó con una tormenta de nieve inesperada y feroz. Las temperaturas bajaron tanto que los árboles quedaron cubiertos de hielo, y las nueces que quedaban se congelaron. Los animales del bosque, acostumbrados a compartir, empezaron a repartir lo que tenían, pero pronto las provisiones comenzaron a escasear. Rita, Omar, Paco y Félix se dieron cuenta de que necesitarían más alimentos para sobrevivir.
Desesperados, decidieron pedir ayuda a Tina, sabiendo que había recolectado muchas nueces. Sin embargo, cuando le pidieron que compartiera, Tina se negó rotundamente, argumentando que había trabajado duro para recolectarlas y que necesitaba asegurar su propia supervivencia. Los demás animales se sintieron decepcionados, pero no tenían más remedio que seguir buscando comida.
Con el paso de las semanas, la situación se volvió crítica. Las provisiones se agotaron, y algunos animales comenzaron a enfermar por el frío y la falta de comida. Omar y su familia, especialmente, sufrieron mucho. Paco ya no podía encontrar más nueces, y Félix se quedó sin opciones bajo tierra. Mientras tanto, Tina se mantenía bien alimentada en su escondite, pero empezó a sentirse sola. Podía escuchar a los demás animales afuera, sufriendo y buscando desesperadamente comida.
Una noche, mientras escuchaba sus lamentos, Tina se dio cuenta de la gravedad de la situación. Aunque tenía suficientes nueces para ella, empezó a comprender el impacto de su codicia. Sintió una oleada de culpa y decidió salir a hablar con sus amigos. Cuando los vio, notó lo débiles y tristes que estaban. Rita la miró con tristeza, Omar no tenía fuerzas para saludarla, Paco estaba buscando desesperadamente comida, y Félix, normalmente alegre, estaba abatido.
Con lágrimas en los ojos, Tina confesó su error y les mostró su escondite secreto lleno de nueces. Invitó a todos a compartir sus provisiones. A pesar del sufrimiento causado, los animales la perdonaron, comprendiendo que Tina había aprendido una valiosa lección. Juntos, llevaron las nueces de Tina al centro del bosque y las compartieron equitativamente.
Gracias a la generosidad tardía de Tina, los animales lograron sobrevivir hasta la primavera. Tina aprendió que la verdadera riqueza no está en acumular, sino en compartir y cuidar a los demás. Desde ese día, se convirtió en una ardilla generosa, conocida no solo por ser rápida recolectando nueces, sino por tener un gran corazón.
El invierno terminó y el bosque floreció de nuevo, y Tina, junto a sus amigos, celebró la llegada de la primavera con una gran fiesta. Había aprendido que la codicia solo lleva a la soledad, pero la generosidad trae alegría y amistad duradera.
La Cueva de las Estrellas: Trabajo en Equipo, Colaboración y Amistad en una Cueva Mágica.
En este d��a, voy a contarte una historia de solidaridad y colaboración. Quiero mostrarte con esta historia, que la solidaridad y la colaboración son valores humanos que nos ayudan a resolver muchos problemas en la vida.
En el corazón de un bosque encantado vivía un grupo de amigos animales, cada uno con habilidades especiales. Estos amigos eran Leo el león, Mia la mariposa, Tito la tortuga, y Zuri el zorro. Un día, mientras exploraban el bosque, encontraron una cueva misteriosa, cuyas paredes brillaban con el resplandor de miles de estrellas.
Intrigados por el descubrimiento, los amigos decidieron entrar. Al avanzar, se dieron cuenta de que la cueva estaba llena de inscripciones y dibujos antiguos. Al centro, había un gran mural que parecía contar una historia. Sin embargo, las estrellas comenzaban a apagarse una por una, oscureciendo el mural.
Preocupados, los amigos buscaron una solución. En el mural, descubrieron un mensaje que decía: «La luz de las estrellas revela su secreto solo a aquellos que trabajan juntos.» Comprendieron que la única manera de desentrañar el secreto era unir sus habilidades.
Leo el Leon, con su fuerza y valentía, se encargó de mover las piedras más pesadas que bloqueaban algunos caminos en la cueva, permitiendo que sus amigos accedieran a áreas inaccesibles. Mia la mariposa, con su aguda vista y delicado vuelo, podía alcanzar lugares altos y leer inscripciones que los demás no podían ver. Tito la tortuga, con su paciencia y sabiduría, interpretaba los antiguos símbolos y buscaba patrones. Zuri el zorro, ágil y astuto, se movía rápidamente entre las sombras, descubriendo detalles escondidos y rutas secretas.
Mientras trabajaban juntos, las estrellas en las paredes comenzaron a brillar nuevamente, iluminando el mural completo. Los amigos se dieron cuenta de que el mural narraba la historia de una antigua comunidad de animales que, al igual que ellos, habían descubierto la cueva y aprendido el valor de la colaboración.
De repente, el suelo de la cueva tembló, y una abertura en la pared reveló una sala secreta. Dentro, encontraron un antiguo pergamino que contenía el verdadero secreto de la cueva: un mensaje sobre la importancia del trabajo en equipo. El pergamino decía: «Las estrellas son más brillantes cuando brillan juntas. Así es también con los corazones que trabajan unidos. La verdadera magia se encuentra en la colaboración y la amistad.»
Conmovidos, los amigos entendieron que la cueva era un lugar de aprendizaje, destinado a enseñar a aquellos que la encontraran sobre la importancia de la unidad. Al salir de la cueva, se dieron cuenta de que su amistad se había fortalecido y que cada uno de ellos era más valioso gracias a las habilidades únicas de los demás.
Desde ese día, el grupo de amigos compartió la lección de la cueva con todos los animales del bosque, ayudándolos a entender que el trabajo en equipo no solo ilumina el camino, sino que también crea una luz más brillante y duradera. Así, el bosque se llenó de colaboración y armonía, y la cueva de las estrellas se convirtió en un símbolo de amistad y unidad para todos.
Una historia de abusos y humillaciones con redención
En esta ocasi��n, deseo platicarte una historia de humillaciones, abusos y redención. La historia se desarrolla en una escuela primaria donde típicamente había un grupo de niños abusadores y una niña que recibía sus ataques en silencio y sin protestar.
En un pequeño pueblo llamado Armonía, vivían dos niños con personalidades muy diferentes. Carla, una niña amable y humilde, siempre estaba dispuesta a ayudar a sus compañeros en la escuela. Martín, por otro lado, era muy orgulloso y a menudo se burlaba de los demás, especialmente de Carla, porque pensaba que ser amable era una señal de debilidad.
En la escuela, Martín lideraba un grupo de niños que se burlaban de todo y de todos, especialmente de Carla. La llamaban «Carla la Complaciente» porque siempre ofrecía su ayuda a todos. Carla se sentía triste y sola, pero seguía siendo amable, esperando que algún día Martín y su grupo cambiaran su actitud.
Un día, el maestro de la clase, el Sr. Pérez, notó que algo no estaba bien. Decidió hablar con Carla después de clase. Carla, con lágrimas en los ojos, le contó todo al Sr. Pérez. El maestro, con mucha sabiduría, decidió organizar una actividad especial para la clase. Llamó a Samuel, el abuelo de Carla, quien era conocido en el pueblo por sus historias llenas de enseñanzas.
Samuel les contó una historia sobre un joven ciervo llamado Lucas, que era muy orgulloso y siempre se jactaba de ser el más hermoso y rápido del bosque. Pero un día, quedó atrapado en una trampa y, al no querer pedir ayuda, estuvo a punto de perderlo todo. Al final, cuando los otros animales del bosque lo ayudaron a librarse, comprendió que la humildad y la amistad eran mucho más importantes que su orgullo.
Después de escuchar la historia de Samuel, los niños se quedaron pensando. Martín, en particular, se sintió avergonzado de su comportamiento. Se dio cuenta de que había sido arrogante y cruel con Carla sin razón.
Al día siguiente, Martín se acercó a Carla durante el recreo. Con la cabeza baja, le pidió disculpas por todas las veces que la había hecho sentir mal. Carla, con su gran corazón, aceptó sus disculpas y le ofreció su amistad.
Desde ese día, la clase en la escuela de Armonía cambió. Los niños comenzaron a apoyarse unos a otros, siguiendo el ejemplo de Carla y recordando la historia de Lucas el ciervo. Martín se convirtió en un gran amigo de Carla y aprendió a ser humilde y respetuoso con los demás.
El Sr. Pérez y Samuel estaban muy orgullosos de sus alumnos. Sabían que habían aprendido una lección valiosa sobre el orgullo, la humildad y la importancia de tratar a todos con respeto y empatía.
Y así, en el pequeño pueblo de Armonía, la amistad y la humildad florecieron, demostrando que incluso los corazones más orgullosos pueden cambiar para mejor.