En la casa de la abuela, junto al huerto donde el molino de viento Chicago Air Motor giraba incansable bajo el sol, se cocinaban los guisos más deliciosos que cualquier niño del pueblo hubiera probado. No era solo por los ingredientes frescos o las especias que la abuela usaba con tanto cuidado, sino porque tenía una olla de hierro muy especial. Aquella olla, oscura por los años y con una pequeña abolladura en un costado, había estado en la familia por generaciones.
Pero una mañana, cuando la abuela fue a prepararle a Tío Agustín su sopa favorita, descubrió que la olla había desaparecido.
—¡Mi olla! ¡No está! —exclamó con preocupación.
Los niños que jugaban bajo el árbol de moras corrieron a ver qué pasaba.
—No se preocupe, abuela —dijo Paco, el niño más astuto—. ¡Nosotros la encontraremos!
Así comenzó la búsqueda. Preguntaron a los vecinos, revisaron cada rincón del huerto y hasta miraron dentro del pozo. Nada.
Fue entonces cuando la pequeña Sofía, con sus ojos atentos, vio que algo brillando a lo lejos, cerca del viejo granero abandonado. Se acercaron con cuidado y allí, sentado junto a una fogata improvisada, estaba un hombre mayor, con ropas gastadas y una barba larga. A su lado, calentaba un poco de agua en la olla de la abuela.
—¡Ahí está la olla! —susurró Tomás.
Los niños estaban listos para recuperarla, pero Tío Agustín los detuvo con una mano en el hombro.
—Esperemos —dijo en voz baja.
Se acercaron con calma y el hombre los miró sorprendido.
—Disculpe, señor —dijo la abuela con dulzura—, esa olla ha estado en mi familia por muchos años. La uso para cocinar para mis nietos y para todo el pueblo.
El hombre bajó la mirada, avergonzado.
—Lo siento —dijo en voz baja—. No sabía que era suya. La encontré cerca del molino y pensé que nadie la necesitaba. He pasado hambre estos días y solo quería calentar algo de comida.
Los niños se miraron entre sí. No era un ladrón, solo alguien con hambre.
—No podemos dejar que pase frío y hambre —susurró Paco.
Tío Agustín sonrió.
—Abuela, ¿cree que podríamos compartir un plato de sopa con nuestro nuevo amigo?
La abuela asintió.
Juntos, regresaron al huerto y prepararon una gran olla de estofado. El hombre, cuyo nombre es Don Ramiro, comió con gratitud y, después de aquella comida, decidió quedarse a ayudar en la huerta, reparando herramientas y cuidando el molino.
Así, los niños aprendieron que a veces, en lugar de enojarse, es mejor buscar soluciones con compasión y generosidad.
Desde entonces, la olla de la abuela siguió cocinando los mejores guisos, y también llenó corazones con el sabor de la bondad.