Era una noche tranquila en el huerto de la abuela. Los niños se reunieron bajo el árbol de moras, iluminados por la linterna de Tío Agustín. “¡Cuéntanos otra historia Tío Agustín!”, pidieron emocionados. Él se ajustó el sombrero, tomó una ramita de moras y con una sonrisa, comenzó: “¿Les he hablado del tren Interestelar? Es más que un tren, es una maravilla del universo”.
Según su relato, el tren Interestelar, llamado El Viajero Celeste, aparecía solo bajo cielos despejados. Su locomotora brillaba como un espejo, reflejando las estrellas, y de su chimenea no salía humo, sino polvo estelar que iluminaba el cielo nocturno. Esa noche, Tío Agustín invitó a los niños a un viaje único. “¿Listos para despegar?”, preguntó, con un guiño misterioso.
Al subir al tren Interestelar, los niños quedaron maravillados. Los vagones tenían ventanas gigantes que dejaban ver las estrellas de cerca. Asientos mágicos se ajustaban perfectamente a cada pasajero, y una máquina producía dulces espaciales con sabores sorprendentes. “Bienvenidos al universo”, anunció Tío Agustín mientras el tren despegaba con un suave silbido.
La primera parada fue en la Galaxia de los Cristales, donde encontraron a los Lumiontes, criaturas luminosas que flotaban como medusas en el espacio. Cambiaban de color según sus emociones y se comunicaban a través de melodías suaves que resonaban en la mente de los niños. Los Lumiontes mostraron cómo cuidaban sus cristales, enseñando que incluso en el espacio, el orden y el cuidado eran esenciales para mantener la belleza.
Luego, el tren Interestelar los llevó al Planeta de los Gigantes de Polvo, habitado por enormes criaturas hechas de arena estelar. Los gigantes explicaron cómo, pese a su tamaño, vivían en armonía con su entorno. Uno de ellos, llamado Solum, contó una historia sobre cómo su planeta casi desaparece por el abuso de recursos, y cómo aprendieron a reciclar y proteger su hogar.
Mientras viajaban, los niños notaron algo extraño: varios planetas que antes brillaban intensamente ahora estaban apagados y sin vida. Tío Agustín, con su mirada sabia, les explicó que esos planetas eran ejemplos de lo que sucedía cuando no se cuidaba el lugar donde vivías. “Nuestra Tierra podría ser uno de ellos si no la cuidamos”, dijo con seriedad.
Al regresar al huerto, los niños reflexionaron sobre todo lo que habían aprendido. Decidieron plantar árboles, recoger basura y contarle a otros sobre la importancia de cuidar el planeta. “La Tierra es nuestro hogar, y no tenemos otro tren para llevarnos a un nuevo lugar”, les recordó Tío Agustín con una sonrisa.
Esa noche, mientras se despedían, los niños miraron las estrellas con nuevos ojos. Ahora entendían que cada acción, por pequeña que fuera, podía marcar una gran diferencia en el universo.
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