tesoro escondido
Hallan un Cofre Enterrado en el Huerto.
Lo Que Encuentran Adentro es Increíble 

El molino de viento giraba lentamente bajo la brisa de la tarde. Como cada día, los niños se reunían bajo el gran árbol de moras, esperando las historias de Tío Agustín y La Abuela. Pero aquella tarde, en vez de empezar con un cuento, Tío Agustín llegó con la pala al hombro y la ropa cubierta de tierra.
—¡Hoy no les contaré una historia—porque vamos a vivir una! —anunció con una sonrisa misteriosa.
Los niños se miraron intrigados.
—¿Qué pasó, Tío? —preguntó Juanito, el más curioso del grupo.
—Bueno, pues resulta que esta mañana, mientras ayudaba a la Abuela en el huerto, mi pala chocó contra algo duro bajo la tierra. Escarbé un poco y, ¿adivinen qué encontré?
—¿Un hueso de dinosaurio? —dijo Mariana, con los ojos brillando de emoción.
—¡No, un cofre antiguo! —respondió Tío Agustín.
Los niños soltaron una exclamación de asombro, y La Abuela intervino con una risita.
—Hace muchos años, cuando yo era niña, escuché a mi abuelo hablar de un cofre que alguien enterró aquí, en nuestro huerto. Pero con el tiempo, la historia se perdió… hasta hoy.
Los niños saltaron emocionados.
—¡Vamos a abrirlo! —exclamó Ana.
Tío Agustín los guió hasta el huerto, donde el cofre aún estaba medio enterrado. Era de madera gruesa, con herrajes de hierro cubiertos de óxido. En la tapa, grabadas con un cuchillo, se leían unas palabras casi borradas por el tiempo:
“Para quien sepa el verdadero valor de un tesoro.”
—Esto se pone interesante… —murmuró La Abuela.
Con mucho cuidado, Tío Agustín y los niños quitaron la tierra y levantaron el cofre. Pero cuando intentaron abrirlo…
—¡Está cerrado con llave! —se quejó Carlitos.
—¿Dónde estará la llave? —preguntó Laura, inspeccionando el cofre.
La Abuela se cruzó de brazos, pensativa.
—Recuerdo que mi abuelo mencionaba que “la llave no está en el cofre, sino en la historia.”
—Eso suena a acertijo… —dijo Juanito.
—¡Tal vez la respuesta está en una historia que conocía el bisabuelo! —Mariana aplaudió.
La Abuela sonrió y los reunió a todos bajo el árbol de moras.
—Escuchen bien. Hace mucho tiempo, en esta misma tierra, vivía un hombre muy trabajador. Se llamaba Don Julián, y se decía que escondió algo valioso antes de partir en su último viaje. Algunos pensaron que era oro, otros que eran joyas. Pero él dejó una pista en un viejo papel.
—¿Un papel? —preguntaron los niños a coro.
La Abuela sacó un sobre amarillo del bolsillo de su delantal.
—Este lo encontré hace años entre las cosas de mi abuelo. Nunca supe lo que significaba, hasta ahora.
Con manos temblorosas, abrió el sobre y sacó un papel arrugado con una sola frase escrita:
“Donde el sol da su primer abrazo.”
Los niños se quedaron en silencio, pensando.
—¡La morera! —exclamó Ana de repente.
—¡Claro! Todas las mañanas, los primeros rayos del sol iluminan el tronco de este árbol —confirmó Mariana.
Corrieron hasta la base de la morera y comenzaron a escarbar. Tras unos minutos, Carlitos sintió algo duro bajo sus manos.
—¡Aquí hay algo!
Sacaron un pequeño tarro de barro sellado con cera. Dentro, había una llave de bronce. ¡La llave del cofre!
Con gran emoción, corrieron de vuelta al huerto y la Abuela giró la llave en la cerradura. La tapa rechinó al abrirse, y los niños contuvieron la respiración.
Pero en vez de monedas de oro o joyas, encontraron…
Libros viejos, cartas, un diario y un puñado de semillas envueltas en un paño.
—¿Esto es el tesoro? —preguntó Juanito, desconcertado.
Tío Agustín tomó uno de los libros y lo hojeó con cuidado.
—Miren esto. Es el diario de Don Julián.
La Abuela tomó una de las cartas y la leyó en voz alta:
«Si encuentras este cofre, ya has hallado el verdadero tesoro. Aquí guardo las historias de mi familia, las enseñanzas del campo y las semillas que deben continuar creciendo en esta tierra. La riqueza no está en el oro, sino en lo que podemos compartir con quienes vienen después de nosotros.»
Los niños se quedaron en silencio, asimilando aquellas palabras.
—Este es un tesoro de verdad —dijo La Abuela con una sonrisa—. Porque los recuerdos y las historias valen más que el oro.
Tío Agustín cerró el libro con suavidad.
—¿Y qué vamos a hacer con las semillas? —preguntó Carlitos.
—Plantarlas en el huerto, para que crezcan y alimenten a más generaciones —respondió la Abuela.
Esa tarde, todos ayudaron a sembrar las semillas. Y mientras el molino giraba lentamente con el viento, Tío Agustín miró a los niños con orgullo.
—¿Ven? Hoy no solo escucharon una historia. Ustedes fueron parte de ella.
Los niños sonrieron, sintiendo que aquel día, en el huerto, habían encontrado algo mucho más valioso que un cofre lleno de monedas.
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El Tesoro en el Molino de viento
| Historias Infantiles de Tío Agustín
En el tranquilo huerto de la abuela, el molino de viento Chicago Air Motor giraba lentamente, impulsado por la brisa. Una tarde, mientras Tío Agustín arreglaba unas aspas, se desató una tormenta repentina. Los niños, refugiados bajo el árbol de moras, observaban con curiosidad cómo el viento arremolinaba hojas y ramas alrededor del molino.
De repente, algo insólito ocurrió: un viejo pergamino quedó atrapado entre las aspas. Tío Agustín, siempre intrépido, lo recuperó con cuidado. «¡Miren esto, niños!», exclamó, extendiendo el pergamino frente a los niños. Era un mapa antiguo, con dibujos de árboles, caminos y una «X» marcada en el centro del huerto.
«Este molino siempre guarda sorpresas», dijo Tío Agustín con una sonrisa traviesa. «Parece que tenemos una misión.» Sin pensarlo dos veces, los niños—Ana, Diego y Sofi—se ofrecieron a ayudar. Armados con linternas, palas y el mapa, el grupo comenzó a explorar.
La primera pista los llevó al viejo manzano junto al pozo. «Miren, aquí hay un símbolo que coincide con el mapa», señaló Diego emocionado. Cavaron con entusiasmo, pero solo encontraron una caja llena de piedras lisas y coloridas. «Tal vez es una señal para seguir buscando», sugirió Ana, siempre optimista.
Guiados por el mapa, llegaron al gran rosal del huerto. Allí, entre las ramas espinosas, Sofi descubrió una llave oxidada. «Esto debe abrir algo», dijo con determinación. El mapa indicaba un último destino: el cobertizo donde el Tío Agustín guardaba sus herramientas.
Dentro del cobertizo, encontraron un cofre pequeño y polvoriento. «¡La llave encaja!», gritó Sofi mientras Diego ayudaba a girarla. Al abrirlo, no encontraron oro ni joyas, sino un puñado de objetos antiguos: fotos de la familia, juguetes de madera y una carta escrita por el abuelo Don Manuel.
La carta decía: «El verdadero tesoro no es lo que encuentras, sino con quién lo compartes. Estos recuerdos son un pedacito de nuestras historias juntos.»
Los niños miraron a Tío Agustín, emocionados. «Este es el mejor tesoro de todos», dijo Ana. «Nos hemos divertido tanto buscando juntos.»
Tío Agustín, conmovido, los abrazó. «Niños, han aprendido algo importante hoy. La imaginación y el trabajo en equipo son los tesoros más valiosos que existen.»
Al caer la tarde, los niños guardaron cuidadosamente los recuerdos en el cobertizo y se reunieron bajo el árbol de moras. Tío Agustín prometió que la próxima aventura sería igual de emocionante, mientras les ofrecía moras frescas como recompensa.
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