fábula

Rigoberto, el mapache avaro y Sofía la ardilla generosa.

Haba una vez, en un frondoso bosque, un mapache llamado Rigoberto. Rigoberto era conocido por todos los animales del bosque no solo por su astucia, sino también por su insaciable amor al dinero y a los bienes materiales. Siempre estaba buscando maneras de acumular más y más riquezas.

Un día, Rigoberto encontró un cofre lleno de monedas de oro enterrado en el bosque. Sus ojos brillaron al ver tanta riqueza y decidió que nadie más debía saber de su hallazgo. Cavó un hoyo profundo en su cueva y allí escondió su tesoro, prometiéndose a sí mismo que nunca compartiría ni una sola moneda.

Con el tiempo, Rigoberto comenzó a trabajar aún más arduamente, recolectando alimentos, vendiendo frutas y servicios a otros animales, siempre cobrando un precio alto. Su codicia lo llevaba a acaparar todo lo que podía, dejando a muchos animales del bosque sin los recursos que necesitaban.

Un invierno particularmente crudo llegó al bosque. La nieve cubría todo y los animales tenían dificultades para encontrar alimento. Muchos fueron a pedir ayuda a Rigoberto, sabiendo que él tenía más de lo necesario, pero el mapache avaro siempre les cerraba la puerta en la cara.

—¡Todo lo que tengo es mío! —decía Rigoberto—. ¡Trabajen más duro y consíganse su propio alimento!

Los días pasaron y el hambre se hizo más intensa. Un día, una pequeña ardilla llamada Sofía, débil y hambrienta, llegó a la cueva de Rigoberto. Le suplicó por un poco de comida, explicándole que no había encontrado nada en días.

Rigoberto, con el corazón endurecido por la avaricia, la echó sin dudar.

—¡Vete de aquí! No tengo nada para ti. —gruñó.

Poco después, el frío y el hambre comenzaron a afectar a Rigoberto también. Había estado tan enfocado en acumular riquezas que no se dio cuenta de que no tenía suficiente alimento almacenado para él mismo. Al final, se encontró débil y hambriento, sin nadie a quien recurrir, ya que había alejado a todos los animales del bosque con su codicia.

Una noche, mientras Rigoberto se acurrucaba en su cueva, escuchó un débil rasguido en la entrada. Era Sofía, la ardilla que había echado antes. Ella llevaba una pequeña bolsa con nueces y bayas.

—Rigoberto —dijo Sofía con amabilidad—. Aunque me rechazaste, no podía dejarte morir de hambre. Aquí tienes algo de comida.

Rigoberto, sorprendido y avergonzado, aceptó la comida con manos temblorosas.

—Gracias, Sofía. —dijo con sinceridad—. He sido un tonto. Mi amor por el dinero me cegó y me hizo olvidar lo más importante: la bondad y la comunidad.

Desde ese día, Rigoberto cambió. Comenzó a compartir sus riquezas y recursos con los demás animales del bosque, ayudando a aquellos en necesidad y aprendiendo el valor de la generosidad y la amistad. Entendió que el verdadero tesoro no se mide en monedas de oro, sino en los corazones agradecidos y en la alegría de ayudar a los demás.

Y así, el bosque prosperó, no solo por las riquezas de Rigoberto, sino por el espíritu de comunidad y solidaridad que creció en el corazón de cada uno de sus habitantes.

Moraleja: La verdadera riqueza no se encuentra en el oro ni en los bienes materiales, sino en la generosidad, la bondad y la comunidad que construimos a nuestro alrededor.

 

Lucas el zorro envidioso y el árbol de los deseos.

El rbol de los Deseos y la Lección de la Envidia

¿Qué te parece si hoy te cuento sobre Lucas el zorro envidioso? Vamos a ver lo que pasaba en el bosque encantado.

En un bosque encantado, vivían muchos animales felices, entre ellos Sofía la Cierva, conocida por su generosidad y alegría. Sofía siempre estaba contenta con lo que tenía y ayudaba a los demás. En el mismo bosque, vivía Lucas el Zorro, quien siempre envidiaba lo que los otros animales poseían.

Un día, mientras exploraba el bosque, Lucas descubrió un árbol mágico con hojas doradas y resplandecientes. Era el famoso Árbol de los Deseos. La leyenda decía que el árbol podía conceder cualquier deseo, pero siempre con una lección detrás. Sin pensarlo dos veces, Lucas se acercó y pidió su primer deseo.

“Quiero ser tan rápido como el conejo,” dijo Lucas. De inmediato, sintió un cosquilleo en sus patas y, al instante, podía correr a una velocidad increíble. Al principio, disfrutó su nueva habilidad, pero pronto se dio cuenta de que su velocidad le hacía difícil detenerse y muchas veces chocaba contra los árboles y las rocas, causando problemas.

No satisfecho, Lucas regresó al Árbol de los Deseos. “Quiero tener alas como el halcón,” pidió. Al instante, le crecieron grandes y majestuosas alas. Volar era maravilloso, pero pronto se dio cuenta de que sus nuevas alas eran difíciles de manejar y muchas veces se enredaban en las ramas y arbustos del bosque.

Aún insatisfecho, Lucas volvió una vez más al Árbol de los Deseos. “Quiero ser tan fuerte como el oso,” dijo. Sintió una oleada de poder recorrer su cuerpo, y se volvió increíblemente fuerte. Sin embargo, su nueva fuerza le hacía torpe y accidentalmente rompía cosas y asustaba a los otros animales del bosque.

Con cada nuevo deseo, Lucas se sentía más infeliz. Un día, mientras se lamentaba cerca del Árbol de los Deseos, Ana la Búho, quien había estado observando todo desde su árbol, decidió intervenir. “Lucas,” dijo con voz sabia, “¿has notado que cada deseo que has pedido no te ha traído felicidad, sino más problemas?”

Lucas bajó la cabeza avergonzado. “Sólo quería ser como los otros animales,” dijo. “Pero nada de lo que he deseado me ha hecho feliz.”

Ana la Búho le explicó que la verdadera felicidad no viene de desear lo que otros tienen, sino de apreciar lo que uno mismo posee. “El Árbol de los Deseos puede revertir tus deseos, Lucas, pero debes aprender a ser agradecido y dejar de envidiar a los demás.”

Lucas reflexionó sobre las palabras de Ana. Con el corazón arrepentido, se acercó al Árbol de los Deseos una última vez. “Por favor, Árbol de los Deseos, quiero ser yo mismo otra vez. Prometo ser agradecido y dejar de envidiar a los demás.”

El Árbol de los Deseos, con un brillo dorado, revirtió todos los deseos de Lucas. Sus patas volvieron a la normalidad, sus alas desaparecieron y su fuerza se normalizó. Lucas se sintió aliviado y, por primera vez en mucho tiempo, verdaderamente feliz.

De vuelta en el bosque, Lucas se disculpó con los otros animales y se reconcilió con ellos. Aprendió a apreciar sus propias cualidades y a dejar de compararse con los demás. Sofía la Cierva y Ana la Búho celebraron el cambio en Lucas, destacando la importancia de la gratitud y la autoaceptación.

Desde entonces, el bosque encantado vivió en armonía, y Lucas se convirtió en un ejemplo de cómo la envidia puede ser superada con gratitud y aprecio por lo que uno tiene.

Y así, todos vivieron felices, sabiendo que la verdadera felicidad está en ser uno mismo y en valorar lo que cada uno posee.

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