enseñanza infantil
“Cuando Ustedes Sean Adultos
| Un Cuento del Tío Agustín sobre el Futuro”
El sol empezaba a bajar lentamente detr��s de las colinas, tiñendo el cielo de tonos dorados, naranjas y rosados. El molino de viento giraba tranquilo, como si bailara con la brisa. Bajo el árbol de moras negras, Tío Agustín se acomodaba en su silla de madera, con su sombrero recto y una ramita de mora entre los labios. Los niños, como de costumbre, se sentaron a su alrededor, sabiendo que venía una historia especial.
—Tío Agustín —preguntó Sofía—, ¿cómo va a ser el mundo cuando nosotros seamos adultos?
El viejo sonrió con ternura. Miró el cielo encendido por el atardecer y se acomodó los tirantes.
—Esa es una buena pregunta —dijo—. El mundo va a ser distinto. Tendrán retos que nosotros apenas imaginamos. Pero también tendrán la oportunidad de hacer cosas maravillosas.
Los niños se acercaron un poco más, atentos.
—Por ejemplo —continuó—, el agua será más escasa. En algunos lugares, cada gota será valiosa. Tendrán que aprender a cuidarla desde pequeños, como se cuida un tesoro. Cuando se laven las manos o rieguen una planta, piensen en eso.
—¿Y el clima? —preguntó Tomás.
—Cambiará —dijo Tío Agustín con calma—. Habrá más calor, más lluvias fuertes, más sequías. Pero ustedes, que son listos y valientes, van a encontrar nuevas formas de vivir. Quizá inventen techos que recojan agua, o árboles artificiales que limpien el aire. Pero lo más importante será cuidar los árboles reales, los ríos y las montañas.
—¿Y las máquinas? —dijo Leo—. ¿Van a hacer todo por nosotros?
—Muchas cosas sí. Las máquinas serán rápidas, pero no tendrán corazón. Podrán cocinar, manejar, hasta escribir. Pero ustedes tendrán algo que ninguna máquina puede copiar: amor, ternura, amistad. Eso es lo que los hará indispensables.
Se hizo un pequeño silencio, interrumpido solo por el zumbido del molino.
—También encontrarán personas buenas, pero también algunas que no lo serán —dijo Tío Agustín, poniéndose un poco serio sin perder la dulzura—. Habrá quienes les prometan caminos fáciles, riquezas sin esfuerzo, cosas brillantes que parecen buenas… pero no lo son. Tal vez les ofrezcan hacer trampa, dejar de estudiar, o probar cosas que hacen daño.
Los niños bajaron un poco la mirada, pensativos.
—Pero quiero que recuerden algo muy importante —continuó—: no hay atajos verdaderos. Lo que vale la pena toma tiempo. Y ustedes tienen algo que nadie puede quitarles: la fuerza para decir “no”, cuando algo no está bien, y la constancia para seguir adelante cuando algo es difícil.
—¿Y si nos equivocamos? —preguntó Rita con voz suave.
—Se van a equivocar —dijo Tío Agustín, sonriendo de nuevo—. Todos nos equivocamos. Lo que importa es aprender, levantarse, y seguir. Caerse no es fracasar. Fracasar es no intentarlo de nuevo.
Los niños lo miraban con los ojos grandes, atentos a cada palabra.
—Habrá momentos en que el mundo parezca confundido, donde haya mucho ruido, muchas opiniones, y poca verdad. Pero si aprenden a escuchar con el corazón y a pensar por ustedes mismos, encontrarán el camino correcto.
El molino giró con un suave crujido, como si también aprobara esas palabras.
—Cuando ustedes sean adultos, van a tomar decisiones importantes. Algunas serán difíciles. Pero si recuerdan quiénes son, si cuidan a los demás, si trabajan con honestidad y amor… no solo les irá bien a ustedes, sino a todos los que los rodeen.
Tío Agustín miró a cada uno a los ojos y dijo con firmeza:
—Yo los conozco. Sé de qué están hechos. Ustedes son la nueva humanidad, serán los que construirán un mundo más justo, más amable, más humano. No porque todo sea fácil… sino porque ustedes estarán listos.
Los niños aplaudieron, y Leo se acercó a abrazarlo sin decir nada.
El molino giró un poco más fuerte, las moras cayeron dulcemente sobre la tierra, y el atardecer siguió pintando el cielo con esperanza.
¿Quién Era Realmente Don Ezequiel? Los Niños Descubrieron la Verdad en su Taller 
Acom��dense bien, niños, porque hoy les contaré algo que pocos en este pueblo saben. Es la historia de un hombre que, como este molino de viento que ven girar, siempre estuvo en movimiento, ayudando a otros sin que nadie lo notara.
Era un día como este, con el sol brillando fuerte y el viento jugando entre las hojas del árbol de moras. Ustedes, revoltosos como siempre, andaban corriendo cerca del molino cuando, sin querer, rompieron una de mis sillas. ¿Lo recuerdan?.
¡Ay, Tío Agustín!, dijeron algunos de los niños con carítas de preocupación—. ¡No fue nuestra intención!
Claro, los niños siempre andan haciendo travesuras. Pero en lugar de enojarme, les propuse una solución:
Fuimos con don Ezequiel. Él sabe más de madera que nadie.
Sus caras cambiaron en ese momento recordando eso de la silla rota. . Don Ezequiel no era alguien con quien quisieran tratar. Es un viejo, callado y con cara de pocos amigos, se dice que nadie lo ha visto sonreír en años.
Cuando llegámos a su carpintería, él nos miró de reojo y gruñó:
¿Y ahora qué quieren?
Le conté lo que había pasado con la silla, y él, después de examinarla, dijo:
Puedo arreglarla… pero estos muchachos van a ayudarme.
Así que ahí se quedaron ustedes, con las manos llenas de aserrín, aprendiendo a lijar y a unir las piezas, pero mientras trabajaban, yo vi algo interesante: sus ojos empezaron a recorrer el taller.
Allí, entre serruchos y tablas, había cosas que no esperaban ver: una cuna nueva esperando ser entregada, una mesa reparada con esmero, y en un rincón, una caja llena de juguetes tallados a mano.
¿Para quien son todos estos juguetes? —preguntó Sofía.
Don Ezequiel suspiró, como si la pregunta lo sorprendiera.
Cuando alguien los necesita, se los doy, respondió sin más.
Y entonces lo entendieron. Ustedes recordaron al niño que recibió un caballito de madera cuando su familia perdió todo en un incendio, o a doña Marta, que de la nada tuvo una puerta nueva después de la tormenta.
¿Fue usted?, preguntó Tomás al viejo carpintero, con los ojos bien abiertos.
Él solo asintió y siguió lijando la silla, como si no fuera algo importante.
Esa tarde, cuando terminaron, no solo llevaron de regreso una silla bien reparada, sino un secreto que antes nadie había sabido ver: el hombre serio y callado del pueblo había pasado su vida ayudando a todos en silencio.
Así fue como don Ezequiel, el viejo carpintero gruñón, se convirtió en alguien inolvidable en este pueblo.
Y eso, muchachos, es algo que nunca deben olvidar: a veces, las personas que parecen más distantes, son las que más han dado sin esperar nada a cambio.
Y así es la vida niños, dijo Tío Agustín mientras el viento jugaba con las hojas del árbol. A veces, los corazones más grandes son los que menos ruido hacen.
El molino de viento giró lentamente, como si también asintiera a sus palabras. Los niños se quedaron en silencio, mirando hacia la carpintería de don Ezequiel a lo lejos, como si de pronto la vieran con otros ojos.
Ahora, vayan y piensen en lo que hoy han aprendido, continuó tío Agustin. Y la próxima vez que pasen frente a alguien que parece serio y callado, recuerden que detrás de cada par de manos arrugadas, hay una historia esperando ser descubierta.
Se inclinó hacia adelante, palmeó su vieja silla, la misma que habían roto y con una sonrisa cómplice, agregó:
Y no se olviden de saludar a don Ezequiel.
Los niños rieron suavemente, y uno a uno, se levantaron para volver a casa. Pero algo había cambiado en ellos. Esa tarde, sus pasos eran más pausados, como si en sus corazones hubieran aprendido algo más valioso que solo reparar una silla.
Y Tío Agustín, con el molino girando a sus espaldas y el árbol de moras susurrando con el viento, los vio alejarse con una satisfacción tranquila, sabiendo que otra experiencia había cumplido su propósito.