cuentos mágicos
Algo extraño en el molino
¿Un truco del viento o un mensaje del pasado?
El sol descend��a lentamente sobre el huerto, tiñendo el cielo de tonos dorados y naranjas. El viento comenzó a soplar con más fuerza, haciendo crujir las ramas del viejo árbol de moras.
Tío Agustín se acomodó bajo la sombra con su sombrero bien puesto y la ramita de trigo en la boca. A su alrededor, los niños escuchaban atentos una de sus historias. Pero entonces, un sonido misterioso interrumpió la charla.
Era una melodía… suave, pero claramente reconocible, flotando en el aire como si el viento estuviera cantando.
—¿Oyeron eso? —preguntó Sofía, con los ojos muy abiertos.
—¡Sí! ¿De dónde viene? —susurró Lucas.
Todos se quedaron en silencio, tratando de ubicar el origen de la melodía. Venía del molino de viento.
Tío Agustín se levantó lentamente, frunciendo el ceño. Su expresión cambió de golpe, como si su mente viajara al pasado.
—No puede ser. Murmuró con voz temblorosa.
Los niños se miraron entre sí, emocionados y confundidos. ¿Por qué su tío reaccionaba así?
Justo en ese momento, La Abuela salió de la casa con una bandeja de pan recién horneado. Pero cuando escuchó la melodía, dejó la bandeja sobre la mesa sin decir una palabra. Sus ojos se llenaron de sorpresa y nostalgia.
—Esa canción… —susurró, conmovida—. Esa canción la cantaba nuestra madre cuando éramos niños.
Los niños sintieron un escalofrío de emoción.
—¡¿Cómo es posible?! —preguntó Tomás.
—¿El molino aprendió a cantar? —bromeó Lucas.
La melodía continuaba, arrastrada por el viento, perdiéndose entre los árboles del huerto.
—Debe haber una explicación… —dijo La Abuela con voz seria—. Pero primero, necesitamos recordar la letra completa.
Se sentó en la vieja mecedora y cerró los ojos. Entonces, con una voz dulce y melancólica, comenzó a cantar:
«Sopla el viento, llévame lejos,
llévame al río, llévame al sol.
Cuando regrese, cuéntame un sueño,
dime quién fui, dime quién soy…»
Los niños escucharon con atención. ¡Era exactamente la misma melodía que sonaba desde el molino!
—Esto es increíble… —murmuró Lucas—. ¡Es como si el molino la recordara!
—Eso significa que el molino puede estar escondiendo algo… —dijo Sofía con una gran sonrisa—. ¡Tenemos que descubrir qué es!
Los niños corrieron alrededor del molino, tocando la madera envejecida, tratando de encontrar alguna pista.
—Tal vez hay alguien escondido aquí —dijo Tomás, pegando la oreja a la estructura.
—O quizás… ¡el molino está embrujado! —bromeó Lucas, aunque con un ligero escalofrío.
Tío Agustín acarició su barba con curiosidad.
—No creo en fantasmas, pero sí, en historias viejas que aún tienen algo que contar.
La Abuela recorrió con la mano las paredes del molino, como si buscara algo en particular.
—Cuando éramos niños, nuestro padre pasaba horas arreglando este molino. Siempre decía que el viento tenía su propia voz y que, con la herramienta correcta, hasta podía cantar.
Justo en ese momento, una ráfaga de viento más fuerte sopló y la melodía se hizo más clara, más nítida.
Los niños y Tío Agustín decidieron investigar más a fondo. Si el molino podía cantar, debía haber algo escondido dentro de él.
Con linternas en mano, subieron por la escalera crujiente hasta el interior de la torre. Todo estaba oscuro, cubierto de polvo y telarañas.
—Huele a viejo aquí —comentó Tomás, arrugando la nariz.
—Es un molino con muchos años… y muchas historias —respondió Tío Agustín.
Lucas pasó su mano por la madera y notó algo extraño.
—¡Aquí hay algo! —exclamó, señalando una pequeña caja de metal empotrada en una de las vigas.
—¿Qué será? —preguntó Sofía emocionada.
—Pues no lo sabremos si no la abrimos —dijo Tomás, frotándose las manos.
Tío Agustín sacó un destornillador viejo de su bolsillo y retiró la tapa de la caja. Dentro, encontraron un mecanismo de tubos y paletas de madera muy fina.
—¡Es un silbato gigante! —dijo Tomás maravillado.
—Más que un silbato… —explicó La Abuela con una sonrisa—. Es un órgano de viento.
—¿Órgano? ¿Como un piano? —preguntó Lucas.
—Algo así, pero en lugar de teclas, usa el viento para hacer sonar los tubos —dijo La Abuela.
Sofía se inclinó para observar mejor el mecanismo.
—Entonces… cuando el viento sopla fuerte, este aparato reproduce la canción. ¡Por eso suena igual que la melodía de tu mamá!
La Abuela asintió con una sonrisa nostálgica.
—Nuestro padre debió construirlo hace muchos años… pero no recuerdo haberlo visto nunca.
—Tal vez lo hizo en secreto, para que la canción nunca se olvidara —dijo Tío Agustín conmovido.
Los niños intentaron soplar en los tubos, pero en lugar de la melodía, salió un sonido desafinado.
—¡No sabemos tocarlo!, rió Sofía.
—¡Parece que una vaca aprendió a cantar! —bromeó Tomás.
Tío Agustín rió y sacudió la cabeza.
—Es porque el viento es el verdadero músico aquí. Solo él sabe cómo hacerlo sonar bien.
De repente, una ráfaga de viento fuerte entró por las rendijas del molino, haciendo que el mecanismo vibrara. Y la melodía volvió a sonar con claridad, llenando el aire con su dulce armonía.
Lucas miró a los demás con una gran sonrisa.
—¡Lo logramos! ¡El molino sigue funcionando!
Tío Agustín se quitó el sombrero en señal de respeto y La Abuela cerró los ojos, dejándose llevar por los recuerdos.
—Esta canción nos acompañó en nuestra infancia… y ahora sigue aquí, como si el molino supiera que todavía la necesitamos.
De vuelta en el huerto, los niños y los abuelos se sentaron bajo el árbol de moras.
—Entonces, nuestro abuelo dejó esto aquí, para que el viento siempre nos recordara su canción —dijo Lucas conmovido.
La Abuela asintió con una lágrima en los ojos.
—Es como si nos estuviera enviando un mensaje desde el pasado, recordándonos quiénes somos y de dónde venimos.
Sofía miró el molino con una nueva perspectiva.
—Tal vez, algún día, cuando ya no estemos aquí, alguien más escuchará esta canción y se preguntará quién la cantaba.
—Y así, la historia seguirá viva —dijo Tomás con una sonrisa.
Tío Agustín acomodó su sombrero y miró el horizonte.
—Las historias, igual que las canciones, nunca se pierden si alguien las recuerda.
El sol comenzaba a ocultarse detrás de las colinas cuando el viento volvió a soplar. Y una vez más, la melodía sonó, envolviendo a todos en un instante de pura magia y nostalgia.
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La Nube que se Perdió
| Un Cuento Infantil con Lección sobre la Libertad y el Hogar 

Bajo el ��rbol de moras, Tío Agustín encendió su pipa de historias, como lo llamaban los niños, aunque esta vez tenía solo una pajita de trigo en lugar de humo. “¿Alguna vez han oído de la nube que se perdió?”, comenzó con voz grave, captando la atención de los pequeños.
Un día, una nube traviesa, cansada de flotar en el cielo infinito, miró hacia abajo y vio el huerto de la abuela lleno de colores y vida. «¡Qué lugar tan hermoso!», pensó, y decidió bajar a explorar. Poco a poco, descendió hasta quedar atrapada en las aspas del molino de viento. El molino, sorprendido, comenzó a girar con fuerza, pero no logró liberarla.
Cuando los niños del huerto notaron lo que sucedía, corrieron hacia el molino. «¡Nube, nube! ¿Qué haces aquí?», preguntó Lucía, la más valiente. La nube, con voz suave y algo avergonzada, respondió: «Estaba cansada de viajar y quería descansar. Pero ahora no sé cómo volver al cielo».
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Preocupados por la nube, los niños buscaron a Tío Agustín, quien conocía las historias de los vientos. “Debemos llamar al Viento del Norte”, dijo, “es el único lo suficientemente fuerte y sabio para ayudar”.
Con un poco de ingenio, los niños comenzaron a cantar una melodía especial que Tío Agustín les enseñó. Sus notas se elevaron como un susurro mágico hasta que el viento respondió. Apareció en un torbellino suave pero majestuoso, removiendo las hojas del huerto.
“Pequeña nube, tu hogar está en el cielo”, dijo el Viento del Norte con voz profunda. “¿Por qué abandonaste tu lugar?”
“Quería algo diferente”, admitió la nube, “pero no sabía que extrañaría tanto mi lugar entre las demás nubes”.
Con un soplido firme pero gentil, el Viento del Norte desenganchó a la nube del molino y la elevó de nuevo al cielo. Antes de irse, la nube agradeció a los niños y al viento. “Nunca olvidaré este huerto ni la lección que aprendí. El cielo es mi hogar, pero siempre llevaré este lugar en mi corazón”.
Esa noche, bajo la luz de las estrellas, los niños miraron al cielo y aseguraron que la nube, ahora de regreso entre las demás, les guiñó un ojo.
Tío Agustín, con una sonrisa y su ramita de trigo en la boca, concluyó: “Recuerden, pequeños, que todos tenemos un lugar especial en este mundo. Aprender a valorarlo es parte de nuestra aventura”.
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Cada vez que miren una nube en el cielo, piensen en la libertad y en lo importante que es valorar nuestro propio hogar. ¡Hasta la próxima aventura!