En el pueblo, justo en la esquina de la plaza, había un taller de herrería donde siempre resonaban martillazos contra el yunque. Ahí trabajaba Don Ramón, un hombre fuerte de manos callosas y mirada bondadosa. Su talento para forjar herraduras, rejas y herramientas era reconocido por todos. Pero lo más especial de su taller no eran sus creaciones, sino un viejo reloj de cuerda que colgaba en la pared y marcaba cada hora con un sonido grave y pausado.
Los niños decían que el reloj tenía magia, porque mientras sonaba, Don Ramón nunca se detenía de trabajar. Pero un día, el reloj siguió marcando las horas, pero el herrero ya no estaba en su puesto.
Don Ramón se había enfermado. La tos no lo dejaba en paz y, sin poder trabajar, no tenía dinero para pagar la renta del taller. Si no encontraba una solución pronto, tendría que cerrarlo y marcharse del pueblo.
Tío Agustín supo la noticia una tarde, cuando pasó por el taller y vio la puerta cerrada. Eso nunca había pasado. Preocupado, fue con los niños a la casa del herrero y allí, entre tosidos y suspiros, Don Ramón les contó su problema.
—Sin el taller, no sé qué haré. No tengo fuerzas para volver a empezar en otro lugar —dijo, con tristeza.
Tío Agustín acarició su bigote y miró a los niños con una sonrisa cómplice.
—Pues entonces, no permitiremos que pierdas tu taller —dijo con determinación.
Esa misma tarde, Tío Agustín y los niños idearon un plan. Si Don Ramón no podía trabajar, ellos trabajarían por él.
Primero, organizaron una colecta. Fueron casa por casa, explicando la situación a los vecinos, quienes no dudaron en donar harina, leche, verduras y algo de dinero para ayudar al herrero.
Luego, convencieron a los comerciantes del pueblo para que le encargaran trabajo por adelantado. Don Nicolás, el panadero, pidió nuevas rejillas para su horno; Doña Clara, la costurera, necesitaba una percha para colgar telas, y Don Matías, el granjero, quería unas herraduras para su caballo.
Mientras tanto, los niños limpiaron y organizaron el taller para cuando Don Ramón estuviera mejor. Colocaron cada herramienta en su sitio y hasta le dieron cuerda al viejo reloj, como si quisieran que la magia volviera a su hogar.
Poco a poco, gracias al apoyo del pueblo, Don Ramón se recuperó. Cuando volvió a su taller, encontró todo en su sitio y una lista de encargos esperando por él.
—¡Pero esto es maravilloso! —exclamó emocionado.
Tío Agustín sonrió.
—Un taller no es solo un lugar de trabajo, Don Ramón. Es parte del pueblo, y el pueblo nunca abandona a los suyos.
El herrero, conmovido, limpió sus lentes y miró a todos con gratitud.
Desde entonces, el reloj del taller volvió a sonar con su ritmo pausado y constante, pero ahora, cada vez que marcaba la hora, Don Ramón recordaba que lo más valioso no eran sus herramientas ni su forja… sino la comunidad que lo rodeaba.
La Moraleja de esta historia es: «Cuando una comunidad se une, no hay problema que no puedan resolver juntos.»