Bajo la sombra del gran árbol de moras en el huerto de la abuela, TÃo AgustÃn solÃa contar historias a los niños del pueblo. Aquel árbol era especial, pues sus frutos eran los más dulces y sus hojas susurraban con el viento como si guardaran secretos antiguos. Pero un dÃa, algo extraño comenzó a suceder.
Las hojas del árbol empezaron a marchitarse sin razón aparente, las moras dejaron de madurar y el molino de viento Chicago Air Motor giraba con dificultad, como si el mismo viento hubiese perdido su fuerza.
—Algo no está bien —dijo TÃo AgustÃn, rascándose la barba con preocupación—. Este árbol ha resistido muchas tormentas, pero nunca lo he visto asÃ.
Esa misma tarde, llegó al huerto un hombre con traje elegante y un aire de superioridad. Era Don Ramiro, un empresario que planeaba comprar las tierras para construir una fábrica.
—Este huerto ya es viejo, Don AgustÃn. PodrÃa pagarle bien y usar este espacio para algo más… moderno —dijo con una sonrisa ladina.
—Este huerto no está en venta —respondió TÃo AgustÃn con firmeza—. Aquà crecÃ, aquà han jugado generaciones de niños, y este árbol es parte de la historia de todos nosotros.
Pero Don Ramiro no se irÃa tan fácilmente. Unos dÃas después, TÃo AgustÃn descubrió que alguien habÃa cavado zanjas alrededor del árbol de moras, dañando sus raÃces. Al parecer, planeaban debilitarlo para que se secara y fuera más fácil derribarlo.
Los niños del pueblo, Luis, Carlos, Ana y Marisol decidieron ayudar. Junto con los animales del huerto—un zorro astuto llamado Bruno, una lechuza sabia llamada Violeta y un tejón fuerte llamado Benito—se propusieron salvar al árbol.
Aquella noche, cuando la luna estaba en lo alto, el viento sopló con un susurro diferente. El árbol de moras comenzó a brillar con una luz tenue y, de entre sus raÃces, emergió una figura mágica:
Era Morath, el Guardián de las Moras.
Su cuerpo parecÃa hecho de ramas y raÃces entrelazadas, con hojas resplandecientes y ojos dorados como el sol del amanecer. Su voz era profunda y resonaba como el crujir de los árboles en el bosque.
—El árbol está en peligro. Si sus raÃces mueren, la historia de este huerto desaparecerá para siempre —dijo Morath—. Pero aún hay esperanza.
TÃo AgustÃn se quitó el sombrero, maravillado.
—¿Cómo podemos ayudarte amigo?
—Debemos restaurar las raÃces dañadas antes del amanecer. Necesitamos agua pura, tierra fértil y el compromiso de proteger este lugar.
Con la ayuda de los niños y los animales, comenzaron a trabajar de inmediato.
Luis y Carlos cavaron cuidadosamente alrededor de las raÃces dañadas.
Ana y Marisol trajeron agua del pozo para nutrir la tierra.
Bruno el zorro vigiló que nadie se acercara a interrumpir.
Violeta la lechuza sobrevoló la zona para asegurarse de que Don Ramiro no enviara a sus hombres.
Benito el tejón removió la tierra y ayudó a cubrir las raÃces con abono fresco.
Mientras trabajaban, Morath extendió sus brazos y murmuró palabras en un idioma antiguo. El árbol comenzó a brillar más fuerte y, poco a poco, sus hojas recuperaron su color verde vibrante.
Pero justo cuando todo parecÃa estar funcionando, llegaron los hombres de Don Ramiro con herramientas para talar el árbol.
—¡Deténganse! —gritó TÃo AgustÃn—. ¡Este huerto es vida, es historia, y no vamos a permitir que lo destruyan!
Los niños y los animales se interpusieron en el camino. Y entonces, Morath alzó sus brazos y el viento comenzó a soplar con fuerza.
Las ramas del árbol se sacudieron y un torbellino de hojas y moras cubrió a los intrusos, haciendo que salieran corriendo asustados. Don Ramiro, al ver que la naturaleza misma protegÃa el huerto, comprendió que nunca podrÃa vencer la voluntad de quienes lo cuidaban.
—¡Está bien, está bien! No quiero problemas… Me retiraré.
Cuando el peligro pasó, Morath sonrió y susurró:
—El árbol seguirá creciendo mientras haya quienes lo amen y protejan.
Con una última ráfaga de viento, su cuerpo se desvaneció en el aire, convirtiéndose en hojas que flotaron hasta posarse en las ramas del árbol.
TÃo AgustÃn se ajustó el sombrero y sonrió a los niños.
—Hoy han aprendido una gran lección. A veces, lo más valioso no es lo que se puede comprar con dinero, sino lo que se defiende con el corazón.
Desde aquel dÃa, el árbol de moras siguió floreciendo y dando sus dulces frutos, y los niños del pueblo sabÃan que, en lo más profundo de sus raÃces, el Guardián de las Moras siempre estarÃa velando por él.
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